LOS SONIDOS DE LA GUERRA (artículo periodístico del Letraherido Chema Cotarelo)

Los sonidos de la guerra

JOSÉ COTARELO ASTURIAS


 

Ya no cantan los pájaros en Mariúpol, Odesa, Mykolaiv o Jersón; el ensordecedor ruido de las bombas y los misiles acalló sus trinos. Y muchas esperanzas, y toda la alegría.

Que Putin es sordo es bien sabido. La cera del egocentrismo tapona sus oídos y le ciega la con- ciencia. Ciego de cordura y falto de juicio se nos presenta como el último retrato de sa- tanás, caso de que este exista. Por eso no puede oír ni ver las miles de voces que se levan- tan por el largo y ancho mun do, las banderas y las blancas palomas que levantan su vue- lo y que ansían, reclaman, el fin de la guerra y piden paz y justicia. A Vladimir se la trae al pairo. Tampoco ve ni oye el llanto de los niños huérfanos, el de las mujeres que se despiden en las estaciones de tren antes de partir, tal vez sin re- torno (vivos y muertos ya nun ca serán lo mismo). No es di fícil adivinar que en esos co razones quede el dolor de la ausencia, el del miedo, aditi vado con el odio hacia el ase sino.

Una vez más vemos con es tupor y vergüenza que esta vie ja raza humana adolece de sen tido y de la más mínima razón de ser. Ya convenimos hace tiempo que la historia de nues tra civilización es una sarta de atrocidades y mentiras repar tidas a lo largo de los siglos. Cuando creíamos que el raciocinio y la inteligencia asoma ban por las esquinas del casi recién estrenado siglo, vuel ven los tanques y los misiles a recordarnos que seguimos siendo más de lo mismo. ¡Po bre raza humana, heredad de tantos sueños perdidos! Pobre pueblo ucraniano que hasta hace pocos días sembraban sus campos y huertas, ahora plagados de minas, y pasea ban por las calles de Kiev con sus hijos, se sentaban en las terrazas y hablaban de la vida, mientras los niños jugaban las canicas y sus padres se to maban las últimas Pravda Beers, antes de que la fábrica del líquido elemento se dedi cara a producir cócteles mo lotov contra el invasor. Esas mismas terrazas y calles aho ra hechas ceniza, polvo, mate rial de derribo, como este cas cajo de civilización sobre la que sería preciso arrojar un puña do de rosas azules y amarillas. Ya no cantan los pájaros en Mariúpol, Odesa, Mykolaiv o Jersón; el ensordecedor ruido de las bombas y los misiles aca- lló sus trinos. Y muchas espe ranzas, y toda la alegría. El so- nido de la guerra acalla todos los sueños, las melodías y toda posible justificación de vida. Ya lo dejó dicho John Steinbeck: «Toda guerra es un sín toma del fracaso del hombre como animal pensante», y de todos los fracasos posibles sa biendo que todas las guerras son injustas y fratricidas y don- de son aniquilados los muer- tos… y los vivos.

Durante la pandemia de- mostramos que no éramos una civilización del todo perdida, que aún restaban tímidas es peranzas de ser mejores. Aho ra, al mirar ese mismo futuro con optimismo las expectati vas quedan de nuevo abolidas. La composición de Wagner, ‘La cabalgata de las Walkirias’ que oímos en‘Apocalyse Now’ del recordado Coppola pare cía una advertencia. Las valki rias en su versión original eran  servidoras de Odín y parecen  haber elegido a los ucranianos para la batalla del fin del mun do. No sabemos si el apocalip sis se referirá a la temida gue rra nuclear que solo puede sur gir de la temeraria mente de un loco o un suicida con nom bre propio y apellido y de la que el pueblo ruso, como tan- tas otras cosas, será también víctima.


A fin de cuentas todas las guerras son batallas perdidas, al menos contra la razón de ser de la raza misma.


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