El sacrificio del Héroe (Relato Corto)
Tomás era médico de pueblo. Las cartillas de los años ochenta, dieron paso a los llamados cupos. Pero él solo tenía uno: Placilandia (toponimia: plácidos). Formaban parte del mismo, personalidades variopintas: desde el alcalde, republicano, comunista y diabético, hasta el párroco, Don Eufrasio: pacífico, bondadoso y con azúcar, para el caso, es lo mismo. Estaban, también, los dueños de la panadería donde cocían unas estupendas madalenas, desayuno preferido del doctor. A diario llegaban a la consulta parroquianos con huevos, cerezas o garrafas de aceite, así, la alacena estaba, casi siempre, llena.
Sin duda, lo querían.
La placidez de la rutina confirió al galeno virtuosismo en la práctica médica, convirtiéndose en un reputado consultor para otros colegas.
Sin embargo, esa pacífica existencia, se vio alterada por la llegada de la terrorífica epidemia vírica. Ocurrió en el año 2020, el año en que no hubo primavera. Extendió la ponzoña, como una mancha de aceite, entre la población de todo el país. Fueron invadidos ciudades, pueblos, y hasta aldeas más alejadas de la capital, pero, gracias a un milagroso escudo, Placilandia quedó excluido de la injuria.
Tal fue la magnitud de la peste moderna, que los efectivos sanitarios infectados, causaron cientos de bajas en hospitales y consultorios, quedando, en la retaguardia, algunos privilegiados como nuestro protagonista.
Apelando a su veteranía, Tomás fue llamado por los responsables de la gestión sanitaria, con el fin de ofrecerle un puesto de coordinador en emergencias.
El doctor, temiendo caer en las garras del virus, desestimó el ofrecimiento, pero, pasados unos días, y viendo la debacle humanitaria, arrancó de sí cualquier temor, lanzándose a la empresa.
A partir de aquí todo fueron reuniones entre sanitarios, desarrollo de protocolos, divulgación de ideas, ensayos clínicos para bloquear al bicho, en una vorágine de acontecimientos, que estuvieron a punto de hacerle desistir. Le pudo más el sentido de la responsabilidad, tan arraigado en su espíritu generoso.
Decidió proteger a los Plácidos.
La situación desesperada, entre miles de muertos, desconocimiento e inseguridades acerca de los tratamientos, provocaron muchas respuestas políticas inapropiadas, llevando al caos sanitario en todo el país.
Solo había un lugar, como la mítica Shangri-lá, libre de la peste: Placilandia.
El galeno tomó por obligación librar al pueblo del mal. Por esto calzó las botas de héroe tomando iniciativas responsables, pero a veces, peligrosas, tentando la suerte.
Pudo evitar el contagio durante varios meses.
Una mañana, despertó empapado en sudor; una losa, impedía inhalar el aire suficiente para mantenerlo vivo. Luchó con todas las fuerzas por arrancar del pensamiento cualquier idea negativa para no empeorar el pronóstico. Negó lo evidente, mientras repetía, como un mantra, “es solo un resfriado”.
Había bajado la guardia; una tarde oscura, tras más de diez horas de trabajo, apareció ante él la imagen de la perfidia. Conoció el miedo. Anticipó una evolución hacia el abismo. Comprendió su debilidad inmunitaria al miasma y doblegó su determinación ante lo irremediable: ingresó en el hospital, confiado ante la pericia de los compañeros.
Nubes invisibles oscurecieron su memoria, en una suerte de protección para sobrevivir tras el terror. UCI, tubos, oxígeno y otros términos científicos, cayeron en el pozo de lo desconocido, durante muchos días.
Los pecados del pasado aparecían, intermitentemente, empeorando el dolor, como si el virus fuera, además, una especie de subconsciente torturador. Solo el enorme deseo de proteger a Placilandia, podía mitigar su ansiedad.
Los días pasaban lentamente. Embebido en el sopor, agobiado cuando por su mala salud, no era capaz de atender las videollamadas de familiares y amigos. El personal de la UCI intentaba retornarlo a un estado más benigno, sobre todo de entendimiento, con el fín de adelantar la mejoría como respuesta a un positivismo que no lograban.
Las voces en el subconsciente le dirigían mensajes contradictorios; por un lado, le impelían a luchar con todas las fuerzas; por otro, lo animaban a dejarse llevar hasta la expiración. Reflejos desconocidos oscilaban ante una mirada perdida, asombrada y lejana.
La voz de sus hijos era el único estímulo, al cual respondía, con un breve gesto de cabeza.
Una madrugada debió enfrentarse al monstruo que lo devoraba por dentro. El deseo de sobrevivir le envió la fuerza para incorporarse del lecho, arrancando a toser para expulsar al demonio de fuego. Acudieron médicos y enfermeras para ayudarle. Los tubos del respirador fueron arrancados con las manos del enfermo; agitado, se removía en la cama temiendo una caída, pues las ataduras que lo sujetaban a las barandas se deshicieron en pedazos ante la fuerza del héroe; un esputo tísico, terminó la batalla.
Relajado, tras la lucha a muerte, abrió los ojos y descubrió su victoria.
Al renacer a una vida nueva, fue consciente del quejido respiratorio. Sintió la necesidad de abrazar a los suyos. Una corriente de afectuosa fraternidad entre los de alrededor, le proporcionó el impulso vitalista necesario, para arrancarlo del diseño artificial de cuidados intensivos.
Retornó a Placilandia. Poco a poco reaprendió el ejercicio de andar, hablar, comprender y aceptar.
Los Plácidos establecieron turnos para acompañar al médico en los cortos paseos saludables. Todos, diversos y sin embargo, únicos por su empatía.
La plaga continuó con el saco de la muerte recorriendo el país. El alcalde del pueblo consiguió aislar al mismo evitando la llegada de forasteros. Se convirtió en una pequeña comunidad autosuficiente, no precisaba suministros del exterior.
Tomás acudía a las revisiones pertinentes; era una buena pieza para la ciencia. El plasma aislado del facultativo, contenía los anticuerpos necesarios para protegerle durante varios meses de nuevos contagios.
Pero, la bendición positivista del ciudadano ejemplar de Placilandia, vino del conocimiento de ser el receptáculo de la sangre con la que podría inmunizar a todos los habitantes del municipio.
No dudó en donar plasma para vacunarlos a todos.
Una fiesta engalanó calles y plazas, mientras los Plácidos acudían, ordenadamente, al consultorio para inyectarse el elixir protector.
El párroco ofició una Misa de Acción de gracias, con un gran aforo pues acudió, pese a su ateísmo manifiesto, hasta el propio alcalde.
Nota de la autora: este relato fue escrito durante la estancia de Tomás en la UCI, en un deseo profundo de que pudiera recuperarse. Desgraciadamente el final del relato no es el que está aquí plasmado. Ojalá fuera así! No deja de ser un cuento navideño, en el que su marido es el protagonista. Al fin y al cabo, un sacrificado más de esta pandemia. Una muerte innecesaria, estéril, injusta…como la de otros médicos.
Autora Piedad Santiago Fernández
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