EL CIEGO (relato corto)

 El pueblo era pequeño, y se mostraba acurrucado en el rincón que el río había excavado para él al pie de las montañas, justo antes de abrirse hacia la vega.

La imponente fragosidad a sus espaldas, hacia Levante, y las nieves que de perpetuo la coronaban, aumentaban la sensación de pequeñez, de intimidad, que su imagen transmitía.  Los forasteros que lo veían desde el camino que bajaba hasta encontrarlo, solían decir: “Parece un Nacimiento”.

Y sí. Aún hoy, lo miro con la baja luz crepuscular y sus farolas recién encendidas, y así lo recuerdo. Sí. Parecía un Nacimiento.

 

Bueno, es que entonces éramos muy ignorantes, tanto, que llamábamos “Nacimiento” a lo que luego supimos que era un “Belén”.

 ¿Y de “Papá Noel”? ¿De “Santa Claus”? ¿Tal vez “San Nicolás”?  Ni idea. Los únicos que entraban en nuestras casas a hurtadillas en la noche señalada, eran los Reyes Magos, y ni siquiera en todas, que además de ignorantes éramos pobres, por aquello de que las desgracias nunca viajan solas.

 

Pobres de solemnidad, pobres de nación, pobres de clase, pobres de carnet.

Que sí, que un día el Manolito el de las Cuevas nos enseñó el carnet de pobre de su padre, con una foto en la que se veía a la pareja rodeada de su prole (eran ocho o nueve hermanos, no lo recuerdo bien), ellos en calzón corto y pelo a rapa y las niñas con vestidito y trencitas, y el Manolito en medio. Y el padre, a los pinos, a sembrarlos por ocho duros diarios. ¡Qué tiempos! ¡Ni nos habíamos enterado de que existía Alemania todavía, que ese alivio llegaría después!

 

Nos gustaba mucho el pueblo. Era pequeñito, pero también lo éramos nosotros, y además, era todo nuestro: La escuela, la carretera, las calles, el río, las acequias,…hasta las huertas, ¡todo para nosotros!. Invadíamos con nuestros juegos las dos plazas que tenía, la Baja, o lo que quedaba de ella pues la Acequia Gorda la ocupaba en mayor parte, y la Alta, que ésa sí que era una plaza de verdad, con su Ayuntamiento, su Casino, el Horno, y… la Iglesia, antigua como la de casi todos los pueblos.

 

Tenía un portón grande, enmarcado por pilares de ladrillo, y ante el de la derecha se plantaba todos los días el ciego para vender sus “iguales”. Era un hombretón imponente con una cabeza calva de pelo y barba, de continuo ladeada hacia su izquierda y el rostro permanentemente levantado al cielo en un estéril escrutinio. Los ojos, siempre abiertos, sin pestañas ni cejas, giraban en sus órbitas, y allí, inmóvil, con la espalda apoyada en la pilastra del portón de la Iglesia, pasaba el ciego sus días.

 

Aquel hombrón nos inquietaba, pues además de ciego era sordo, y ambas cosas lo era mucho. Iba siempre acompañado por su hija, una mujeruca menuda y fea que le servía de lazarillo, y nos enternecía verla tironear del brazo de su padre para que inclinase la cabeza y así poderle gritar al oído.

 

 

El ciego pregonaba intermitentemente su mercancía con su enorme vozarrón desequilibrado por la sordera, y sus desconcertadas voces formaban parte integrante de la ruidosa orquestación de la plaza. La mujeruca permanecía a su lado, o se distanciaba unos metros para charlar con alguna vecina, y él continuaba imperturbable, con su monda cabeza ladeada y sus ojos desorbitados vueltos al cielo, humedeciéndose de vez en cuando con la lengua los resecos labios, antes de cada pregón.

 

No, no era santo de nuestra devoción el ciego: Su tamaño, su doble desgracia que nosotros intuíamos, su vozarrón y el bastón pintado de blanco nos mantenían ajenos a su presencia como a las campanas de la torre o al reloj del Ayuntamiento.

 

Al fin y al cabo, sólo era eso, presencia; era un elemento más del paisaje de la plaza, como el cura, un hombre recio, maduro y taciturno que, viviendo frente a la Iglesia, cruzaba la plaza varias veces al día, las mismas que acudíamos un tropel de chiquillos a besar su mano derecha, que era la de bendecir. Porque eso era los que nos habían enseñado, a pesar de que el cura no gozaba de simpatías en el pueblo: La Guerra Civil no estaba tan lejana como para que la gente hubiera olvidado ciertas cosas que oscurecían la historia del párroco, y que a nosotros se nos ocultaban.

 

Aquella tarde, las niñas jugaban a la rayuela en la puerta del horno, y nosotros hincábamos la lima en el suelo frente a la Iglesia. El ciego percibió cómo la brisa fría de diciembre agitaba sus cupones, y tanteó la pinza que los sujetaba a su solapa en el intento de ordenarlos. Pero la pinza se soltó, y los cupones cayeron al suelo. El pobre hombre, guiando sus manos en la jamba de la puerta, deslizó por ella su espalda hasta alcanzar el suelo, y así agachado, tantearlo en busca de sus “iguales”, mientras con su descompensado vozarrón llamaba a su hija:

 

-¡Niña!  ¡¡¡Niiñaaaa!!!.

 

La mujeruca, charlando en la otra esquina, respondió con un inútil ¡¡Ya voy, padre!! y corrió en su ayuda. Pero el ciego no era hombre de paciencia, y la situación lo tenía ya desesperado, por lo que prorrumpió en un chorro de blasfemias justo cuando el cura salía de la iglesia. Sin dudarlo, el hombre recio alzó la mano abierta y la descargó sobre la mejilla del ciego, levantada como siempre al cielo. Su cabeza golpeó contra la pared de piedra y nuestros corazones conocieron la angustia por vez primera.

 

La mujeruca llegó corriendo, justo a tiempo de impedir la mano preparada para un segundo golpe. Traía el rostro espantado y la voz quebrada, pero su grito nos desgarró a todos:

 

-¡¡Que está ciego!! ¡¡¡Que es un ciego!!!

 

 

 

 

 

El cura mantuvo la mano levantada que sujetaba la mujer por unos instantes. Estaba rojo de ira y temimos que le pegaría a ella también. Pero debió tomar consciencia del universo de ojos infantiles que, atónitos, contemplaban la escena. También de que los pájaros de la plaza se habían quedado en silencio. De un tirón, se desasió de ella. A grandes zancadas cruzó la plaza, y se fue. La hija rompió en unos sollozos hondos y rotos, abrazando la cabeza de su padre que, aún en el suelo, no acertaba a reaccionar.

 

El ciego se incorporó trabajosamente, y mientras su hija le arreglaba la ropa, preguntó:

 

- ¿Quién ha sido?  ¡¡¿Quién me ha pegado A MÍ?!!

 

La mujeruca, entre hipos, acercó los labios a la oreja del padre ciego:

 

- ¡Ha sido el cura, padre! ¡El cura!

 

Sin pronunciar palabra, el hombre pareció meditar unos instantes, y ya tan firme como de costumbre, basculó ligeramente el cuerpo hacia su hija. Sobre las mejillas desoladas y desnudas, las lágrimas del ciego brillaban como linternas:

 

-Si ha sido el cura, entonces está bien.

 

Desde entonces, no vendió más cupones en el pueblo: Se bajaba muy temprano a la ciudad con su hija, y regresaban por la noche, hasta que un día ya no volvieron más.

 

Desde entonces, la plaza perdió a uno de los elementos de su paisaje, y nosotros perdimos la costumbre de besar la mano derecha a los curas.

 

Porque no es la de bendecir. O al menos, no solamente.

 

 

 

José-Tomás Liñán Tejada.

 

 

 

 

 

Comentarios

  1. Me conmueve esta historia, que imagino real y seguramente parte de la biografía del escritor, por lo que de certera tiene la descripción del ambiente de la postguerra en aquellos pueblos de España (carnet de pobre, cura poderoso, resignación, etc.).

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  2. Tremendo relato. La figura del ciego recurrente en la geografía de nuestras plazas y pueblos. El cura típico "educador" de los lugareños de la única forma que se entendía entonces, a guantazos. Pero lo has escrito con tal lujo de detalles que emociona. Besos

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  3. Muchas gracias. Y sí, forma parte de mi biografía aunque en un escenario diferente, y realmente, nuestro país en su larga posguerra ofrecía un aspecto así.

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