EL CANTO DEL AUTILLO (Relato corto)

 No sé por qué lo quiero. No es guapo ni joven ni simpático. Tal vez se deba a que cuando lo conocí me dijo: Soy un canto rodado. Si no fuera por él ya hace tiempo que  habría dejado el trabajo. Una ya no está para pasarse horas en las aceras soportando las cornadas del frío bajo la ambigua protección de la farola que a la par que me acoge me condena con su claridad. A partir de cierta edad la iluminación, para un oficio como el mío, es el peor enemigo porque se esfuerza por resaltar cada uno de los estragos con que me va obsequiando el tiempo.

  Los coches con sus luces abren y cierran la noche como una cremallera que no cesa. La larga melena de luz de la farola afina las sombras con azules nuevos casi imperceptibles. En el cielo la luna  embarazada de ocho meses, me muestra con orgullo su silueta maternal, tiembla un instante en los charcos de la lluvia y se oculta otra vez entre las nubes.

   Por suerte para mí esta noche no hace frío. El cambio climático le va limando los colmillos de escarcha al invierno igual que han hecho los años con mis huesos y mis emociones.  En mi situación actual, el frío viene con doble filo porque no sé si me afecta más a  los huesos o a los recuerdos. Si quiero sacar algún dinero tengo que someterme a las exigencias de mi oficio y no puedo  prescindir de los tacones, un descote generoso y no dejar de exhibir mi sonrisa  almidonada a todo el que me mira. Aquí, a la altura de los riñones, tengo el bocado de un perro que me desgarra con sus dientes de sal y vidrio y me arden las rodillas, sobre todo en los momentos en los que estoy quieta, de pie, esperando bajo la farola. Cuando se lo comenté al médico, me dijo que eso eran gajes del oficio y de los años, entonces opté por adoptar mis dolores y hacerles un hueco en mi familia.

   Yo no tengo familia. Cuando vine del campo a la ciudad, hice todo lo posible para formarla con un cabo de infantería al que le entregué mi cuerpo y mis ahorros.  Al terminar la mili regresó a su pueblo unos días para arreglar asuntos familiares y nunca volví a tener noticias suyas. Para curar mis heridas apareció en mi vida D. Ramón, un juez rico, atento, educado y cariñoso que olía a jabón de La Toja, que me hechizaba con el azul turquesa de sus ojos y me extasiaba con su sonrisa entre pícara y sensual mientras hacíamos el amor. Me puso un piso en el centro, pequeño pero coqueto, al que yo fui llenando de lámparas espejos, cortinas y recuerdos de tardes de lluvia y de pasión con la piel empapada en el aroma de La Toja y su sonrisa.

   Las farolas le cuelgan cortinas luminosas a la noche para ocultar la oscuridad que les  permite descansar a los objetos y los libera durante unas horas de soportar el peso de su forma. Yo ni de noche puedo desprenderme de mi cuerpo en ruinas. Cada noche me cuesta más superar la verdad de esta farola. Me gusta refugiarme en la penumbra porque me  duele constatar el destrozo que la vida ha ido haciendo en los puntos más sensibles de mi silueta. Si quiero ganar algún dinero tengo que hacer lo imposible para conseguir que los demás no descubran la verdad.

    Durante cinco años D. Ramón me trató como a una reina. Me regalaba vestidos, pájaros y joyas; me llevaba de viaje y salíamos juntos a pasear y a cenar; pero yo no sabía que mi felicidad, como la de todo el mundo, tenía fecha de caducidad. Todo terminó cuando ascendió en la judicatura.  Su mujer aprovechó la situación para exigirle que rompiera conmigo. Si no lo hacía estaba dispuesta a montarle un cirio tan gordo que terminaría con su carrera. A partir de ese momento se le pobló de cipreses el azul turquesa de sus ojos, se le cuadriculó la sonrisa y se le llenaba la boca de palabras pedregosas y obtusas cuando intentaba explicarme por qué cada vez eran menos frecuentes sus visitas. Aunque le dolió, cambió las tardes de piel y lluvia por la solemne frialdad de las iglesias y la mirada hastiada de su mujer que nunca le perdonó que derrochase su dinero y su pasión entre unos brazos y unos muslos que no eran los suyos.

   Parece que fue ayer cuando fui a refugiarme a la Pensión América, regentada por la señora Rosa, cincuentona, rubia, frondosa,  campechana y superviviente de los múltiples atracos  del amor. Cuando comencé a llorar, al contarle mis desgracias amorosas, se me quedó mirando con rabia y me dijo: Con veinte años y tu cuerpo una mujer no llora por un hombre. A rey muerto rey puesto. Antes de una semana hay media docena suspirando por ti. Te lo dice una con muchas horas de cama.

   Efectivamente, tres días después apareció Álvaro con unas pinceladas blancas en las sienes, simpático, activo, provocador, siempre elegante y misterioso, un lince con los números y un espadachín con las palabras. Antes de que…

   Por fin se para un coche. Ya pensaba que esta noche me iba a ir también congelada, con dolor de riñones, con dos clavos ardiendo en las rodillas, sin estrenarme y sin veinte euros en el monedero con los que poder comprarle el jarabe de la tos a mi Pepe. Esta mañana tosía tan fuerte que pensé que con lo flaco y demacrado que está, al siguiente golpe se me desencuadernaba; pero no deja el tabaco aunque sabe el daño que le hace. Magda, el tabaco es como las mujeres, si no te enganchas puedes vivir sin él; pero una vez atrapado en su telaraña… ¿Para qué voy a quitarme? Un muerto siempre será un muerto por muy sano que esté.

   ¡Serán cerdos! Los muy cabrones del coche, al verme de cerca, han bajado la ventanilla para reírse en mi cara e insultarme: ¡Vaya momia. La abuela de caperucita está más buena!  Han dado un acelerón y se han marchado con la música a todo volumen y salpicándome el vestido con el agua sucia de los charcos. Su comentario ha desmoronado el armazón que sujeta mi autoestima como un trozo de hielo en un glaciar; he sentido la respiración de acero de sus palabras mientras se me escurría la vida por la herida. Me he asomado a los bordes de mi historia  para contemplar la totalidad de mi desastre entre un rebaño nocturno de sombras y de ruidos, mientras la luz caída y rota, agonizaba lentamente por el suelo.

  En momentos como estos se me encona la dura cicatriz de los recuerdos, que es la única propiedad de que ahora dispongo. Álvaro supo enamorarme como  nadie. Antes de quince días viajaba con él en su montaña rusa de subidas y bajadas de vértigo. Primero me utilizó como señuelo para atraer a hombres maduros y con dinero. Una vez seducidos nos fotografiaba en situaciones comprometidas y a cambio de destruir las pruebas les exigía una cantidad grande de dinero. El negocio iba viento en popa hasta que cometió el error de intentar chantajear a un inspector de policía. Lo citó para entregarle el dinero una noche en un descampado. Si salió vivo fue gracias a que yo lo acompañaba y pude ayudarle cuando los policías lo dejaron por muerto ensangrentado y sin poder moverse sobre la escarcha de una madrugada cruel de enero.

   Hoy hace menos frío y es a mí a la que han golpeado esos niñatos con un latigazo de sal y desprecio. La noche bosteza como un oso y mi pena tendida sobre la acera se va inflamando mientras la luna la humedece. Cómo me pesa la luz de la farola. Me tiemblan las rodillas cansadas de aguantar la tara del pasado. No sé por qué, pero esta noche se me han puesto en carne viva los recuerdos.

   Cuando Álvaro, gracias a mis cuidados, recuperó la salud, cambió de vida y nos dedicamos a desplumar incautos y ambiciosos con el timo de la estampita o del décimo premiado. Fueron años de abundancia y felicidad. Álvaro era un gran actor y yo no tenía que esforzarme mucho para meterme en el papel de mujer tonta y bonachona de pueblo.

   La noche viene dura. Bajo la farola cuajan carámbanos de luz enjaulada que se me clavan en el pecho mientras escarbo con las uñas en mi memoria para encontrar la razón por la que he venido a desembocar en este tiempo que no me entiende y me aporrea sin descanso. Yo me pregunto por qué y espero a que alguien me responda, sin darme cuenta de que esta noche de enero, en las calles de un polígono industrial, en las afueras de la ciudad no hay filósofos de guardia.

   No comprendo cómo después de tantos hombres interesantes y guapos que han pasado por mi vida he terminado con Pepe. Creo que me conmovió su cara de derrotado total, cuando  se me acercó borracho, tambaleándose como si viniera herido de una guerra muy lejana y antigua. Se metió la mano en el bolsillo, sacó un puñado de monedas y un billete roto de cinco euros y me dijo: Es todo lo que tengo. Quédate con todo y hazme lo que tú creas que… No pudo terminar las últimas palabras antes de caer al suelo. Yo como buena mujer llamé un taxi y lo llevé al piso que comparto con cuatro chicas colombianas.

   Nunca sabré, ni me interesa, si todo lo que me contó sobre su vida era verdad. Lo que sí he podido comprobar es que alguna vez fue un hombre inteligente, generoso y sensible, falto de voluntad a la hora de afrontar los reveses que le presentó la vida. Hasta que vino a derrumbarse en mis brazos totalmente derrotado aquella noche de primavera, mientras se oía en la distancia el canto monótono de un autillo. Yo lo acogí y traté de rehabilitarlo a base de cuidados y cariño, aunque para ello tuve que tirarme a la calle más veces de lo que mi cuerpo puede aguantar.

   Tengo en la boca un extraño sabor a canto rodado. Hasta esta noche nunca había sentido el peso de la luz sobre mi pecho, ni que el aire invernal tuviera aristas y raíces que le impiden fluir por mis pulmones con facilidad. A lo lejos ha comenzado a cantar el autillo, con su uúh, uúh melancólico y profundo capaz de abrir la puerta de otros mundos.

    No sé de dónde han aparecido  tantos coches. Vienen por la calle hacia donde yo me encuentro. Ninguno se detiene, pero sus ocupantes al pasar frente a mí me hacen gestos obscenos con las manos y se ríen. En uno de ellos he visto la cara de D. Ramón con su sonrisa pícara y sensual. Mientras pasaba, la calle entera se ha llenado del aroma de jabón de La Toja. El que viene en el coche de atrás es Álvaro, trae la cara ensangrentada. El coche lo conduce el comisario de policía al que intentamos estafar,  se ríe y me amenaza simulando dispararme con la mano. Cada vez pesa más la luz, el aire se hace más denso y puedo oír con más nitidez el canto del autillo como si estuviera posado sobre la farola.

   No cesa el desfile de coches en el que viajan todos los hombres que han pasado por mi vida. Algunos ya ni los recordaba. ¿Cómo han podido ponerse de acuerdo para venir a verme esta noche? Precisamente hoy que estoy peor que nunca porque el perro de los riñones me aprieta sin piedad,  las rodillas quieren comenzar a echar llamas, me zumban los oídos y me siento en ruinas por culpa del insulto de los dos niñatos. Así es imposible mantener encendida la sonrisa.

   Ahí viene Luis el carnicero que dejó a su mujer y a sus tres hijos para irnos juntos a París. Lo nuestro duró siete meses; pero fueron siete meses perfectos. Alberto el albañil que era impotente hasta que se encontró conmigo. Pasan y me sonríen. Alejandro el del saxo, que no se murió de hambre porque yo lo alimentaba. Conseguía hacerme llorar cada vez que me tocaba la música del padrino, que es la que se oye mientras pasa. De algunos no recuerdo ni el nombre, como ese chico senegalés que vendía discos en las aceras y paraguas los días de lluvia que ahora me sonríe con sus dientes de nieve cálida. Jorge con sus gafas de miope. También ha acudido a la cita Blas, el pastor viudo y tuerto que me pagaba con quesos y carne de cordero los servicios prestados. ¿Por qué no se detiene ninguno? Me gustaría abrazarlos y agradecerles el detalle de venir a verme precisamente esta noche en que la luz se empeña en que me escuezan tanto los recuerdos.

   Ya no pesa la farola. Ahora su claridad me penetra y me estremece. ¡Qué alegría volver a respirar aire fluido y sin raíces! El autillo ha bajado a posarse sobre mi hombro para cantarme al oído. Lo oigo con la misma intensidad y nitidez con la que ululaba cuando era niña, oculto entre las ramas de la encina, que había en la puerta del cortijo de mi abuelo.

   La luna embarazada llena con su maternidad el cielo. Ahí viene Pepe en un coche blanco que parece flotar sobre el asfalto. Él también viste de blanco. Esta noche lo necesito más que nunca. No puede pasar de largo. Se dirige hacia donde yo estoy. Se baja del coche sonriente y más guapo que nunca, con los brazos abiertos dispuesto a abrazarme. Antes de llegar me grita: ¡Magdalena! Nos abrazamos y él  me susurra al oído: Ser cantos rodados tiene una ventaja, podemos girar y girar juntos hasta desgastarnos. Crujen las bisagras de la luz mientras giramos y  me diluyo lentamente entre sus brazos. Tiembla el resplandor de la farola. El autillo se ha marchado de mi hombro y  la noche se lo  traga sin piedad.

 

     Seudónimo:Muriel

Comentarios

  1. Estremecedor relato, con ese autillo que encuentra su presa en la fragilidad del declive de Magdalena, que revive su pasado con más pena que gloria, haciéndose preguntas, sin respuesta, y con unas excelentes metáforas que hacen sentir su dolor y sus pesares. Y rescatada con originalidad no por un príncipe azul sino por un hombre que como un canto rodado se precipito al vacío tras reveses de la vida, para encontrase con ella, y girar juntos ahora desprendidos de recuerdos y derrotas.
    “Crujen las bisagras de la luz mientras giramos y me diluyo lentamente entre sus brazos. Tiembla el resplandor de la farola. El autillo se ha marchado de mi hombro y la noche se lo traga sin piedad."

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  2. Lirismo y realismo a raudales se cuelan por todos los poros de este maravilloso y conmovedor relato que nos conduce al interior de un corazón aún palpitante.

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  3. Gracias, me alegro que os haya gustado, confío en que os hayáis trasportado, un poquito, a esa farola.

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  4. Si que me ha transportado a la luz agónica de esa farola que alumbra los desengaños y la fatalidad que se aproxima de forma inevitable. Buen relato Manuela. Buena elección del autillo como sonido de fondo, melancólico y monótono, que sugiere nostalgias y algo de irrealidad. Como una de esas casualidades que se dan con frecuencia en estos vericuetos de la escritura, te diré que uno de los relatos que estoy escribiendo tiene precisamente a un autillo como narrador, divulgando las historias que escucha de los otros pájaros.

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